A
mediados de la década de los años sesentas, el trío efectuó un viaje para
participar en unas fiestas que se celebraban en Bucaramanga. Allí estuvieron cuatro
o cinco días, cantando varias veces en cada jornada. Uno de los primeros días,
actuando en un recinto cerrado, alguien con el fin de crearle problemas al
trío, dañó el equipo de amplificación que ellos estaban utilizando para poder
ser oídos en todos los rincones. Como se dice hoy en día “les sabotearon la
presentación”. Siempre existen personas que envidian el éxito de los demás, y
sobre todo si el que triunfa es un forastero que viene a meterse a la casa
ajena. Afortunadamente Los Romanceros estaban acostumbrados desde siempre, a
“mesear”, es decir a cantar recorriendo mesa por mesa, y no necesariamente
desde un escenario con micrófono a la mano. Eso hizo el trío en esta ocasión, y
por suerte lograron una triunfal actuación del agrado de todos.
Sin
embargo, al tercer día la garganta de Alberto González estaba muy resentida,
prácticamente se le fue la voz. Tenía que hacer un esfuerzo grande para hablar,
ya no digamos para cantar. Estaba tan ansioso que llamó a su esposa a Medellín
para consultarle qué debía hacer. No podía seguir cantando pero tampoco podía incumplir el
contrato que tenían Los Romanceros. Ella le recordó que ya en Medellín se había
presentado esa situación antes, y que Guillermo Vega el dueño de la Farmacia
Santa Cruz, le había recomendado que hiciera gárgaras de petróleo, o que se lo
untara directamente en la garganta con un aplicador. Parece mentira, pero de
esa forma logró cantar otros días más sin forzar demasiado la voz.
Ya en Medellín, la misma irritación de la
garganta se le seguía presentando cada vez que había exceso de trabajo. Acudió
al médico Horacio Muñoz Suescún, quien le recomendó que se extrajera las
amígdalas, pero le advirtió que la
cirugía podría desmejorarle un poco la
calidad de la voz. Alberto no aceptó. Cuando fue a revisión algún tiempo
después, y luego de haberse sometido una vez más al empírico tratamiento
petrolero, el médico encontró las amígdalas en perfecto estado, sequitas. Ya no
requería operarse. Alberto no le contó cuál había sido el remedio milagroso;
secreto profesional, como se dice. De esta manera, el trío siguió contando con
la primera voz que siempre había tenido, por quince años más.
A
propósito de lo anterior, fueron muy pocas las veces que los Romanceros dejaron
de trabajar por problemas de salud. Las gripas normales las que nos dan a todos
los mortales, las sobrellevaban sin incapacitarse. Siempre estaban en El
Escorial, esperando a sus clientes, lloviera, tronara o estornudara. Más de una
vez Jorge Valle padeció el virus de la hepatitis. Sin embargo, la debilidad no
le impidió estar con sus compañeros ilusionando con sus canciones a las
noviecitas de Medellín. Cuando sí no pudo la buena voluntad vencer a la
enfermedad, fue en aquella ocasión en que una epidemia de paperas se desató en
buena parte de la ciudad. En la década de los cincuentas era muy común que
vinieran olas de gripa asiática o de poliomielitis, o de tos ferina, o de
sarampión, o aun viruela. En el año de 1955 las paperas contagiaron a toda la
casa de Alberto González, que más que una casa terminó convertida en un
hospital. Durante cinco días dejaron de trabajar los Romanceros porque, cantar
teniendo paperas, sí debe ser muy difícil. Finalmente una tarde, cuando apenas
empezaba la convalecencia, Alberto se afeitó, se arregló, y salió. Debía
cumplir con el compromiso que el trío tenía en una emisora de la ciudad.
En
otra ocasión fue Tulio Parra quien sufrió una caída desde un techo que estaba
reparando. Se fracturó varias costillas, y quedó bastante maltratado. Con todo
el tórax vendado y fajado, siguió trabajando con el trío, hasta que varios meses después
desparecieron todas sus molestias.
Una
noche cuando el trío tenía que animar una elegante celebración en la casa de
uno de sus clientes, ocurrió un accidente de esos que, por las llamadas leyes
de Murphy, sólo pueden ocurrir en el instante menos indicado: “Si algo va a
fallar, lo hará en el momento más inoportuno”. Alberto González ya tenía todo
bien dispuesto para la presentación. El traje del uniforme azul oscuro había sido bien lavado y planchadito en la
Lavandería Suprema. Los zapatos
relucían, y los blanquísimos puños de la camisa servían de fondo para las más
sobrias y elegantes de las mancornas
que Alberto poseía. El pelo lucía
onduladito y brillante con su “Gomina Glostora”” y hasta las
mismas uñas, recortaditas y esmaltadas,
hablaban de la elegancia de su dueño.
Todo
muy lindo hasta que en la comida del anochecer, uno de los dientes incisivos
superiores, es decir, de aquellos que más se ven cuando uno habla o canta,
resolvió abandonar la boca de Alberto, y fracturado cayó partido en varios
pedacitos. Pocas cosas son más chocantes que ver a alguien elegantemente
vestido, exhibiendo uno o más agujeros
en su vistosa dentadura. Tenía que hacerse algo de prisa. Ya no había tiempo de ir a
donde un odontólogo, y además en esa época no existían las hoy llamadas
pomposamente “Urgencias Odontológicas Nocturnas”. Por fortuna, en ese entonces
no se vendían arepas en paquetes, sino que cada familia compraba el maíz, lo cocinaba,
lo molía, y asaba sus propias arepas. Inteligentemente a alguien en la familia
se le ocurrió ir a la cocina, y buscar entre los granitos de maíz blanco, uno
que fuera parecido al diente desertor. Unos parecían piedritas, otros, muelas y unos pocos tenían apariencia de diente. De estos últimos salió el salvador.
Una vez hallado el sustituto, faltaba pegarlo. Ni silicona, ni pega-loca se
había inventado todavía. Pero sí había chicle. Con un poco de chicle,
ligeramente usado, el diente vegetal podía sostenerse en su sitio, por lo menos
a ratitos, y así tapar, disimulada y transitoriamente, el inoportuno portillo.
Además la mano colocada al frente de la boca, como hacen los intelectuales
cuando quieren dar la apariencia de que están pensando concienzudamente lo que van a decir a continuación, pudo ayudar a Alberto
a pasar esa noche sin que se dieran cuenta de la teclita blanca que faltaba en
su dentadura.