domingo, 27 de julio de 2014

AACHCHUUUU

A mediados de la década de los años sesentas, el trío efectuó un viaje para participar en unas fiestas que se celebraban en Bucaramanga. Allí estuvieron cuatro o cinco días, cantando varias veces en cada jornada. Uno de los primeros días, actuando en un recinto cerrado, alguien con el fin de crearle problemas al trío, dañó el equipo de amplificación que ellos estaban utilizando para poder ser oídos en todos los rincones. Como se dice hoy en día “les sabotearon la presentación”. Siempre existen personas que envidian el éxito de los demás, y sobre todo si el que triunfa es un forastero que viene a meterse a la casa ajena. Afortunadamente Los Romanceros estaban acostumbrados desde siempre, a “mesear”, es decir a cantar recorriendo mesa por mesa, y no necesariamente desde un escenario con micrófono a la mano. Eso hizo el trío en esta ocasión, y por suerte lograron una triunfal actuación del agrado de todos.

Sin embargo, al tercer día la garganta de Alberto González estaba muy resentida, prácticamente se le fue la voz. Tenía que hacer un esfuerzo grande para hablar, ya no digamos para cantar. Estaba tan ansioso que llamó a su esposa a Medellín para consultarle qué debía hacer. No podía seguir  cantando pero tampoco podía incumplir el contrato que tenían Los Romanceros. Ella le recordó que ya en Medellín se había presentado esa situación antes, y que Guillermo Vega el dueño de la Farmacia Santa Cruz, le había recomendado que hiciera gárgaras de petróleo, o que se lo untara directamente en la garganta con un aplicador. Parece mentira, pero de esa forma logró cantar otros días más sin forzar demasiado la voz.

 Ya en Medellín, la misma irritación de la garganta se le seguía presentando cada vez que había exceso de trabajo. Acudió al médico Horacio Muñoz Suescún, quien le recomendó que se extrajera las amígdalas, pero le advirtió  que la cirugía  podría desmejorarle un poco la calidad de la voz. Alberto no aceptó. Cuando fue a revisión algún tiempo después, y luego de haberse sometido una vez más al empírico tratamiento petrolero, el médico encontró las amígdalas en perfecto estado, sequitas. Ya no requería operarse. Alberto no le contó cuál había sido el remedio milagroso; secreto profesional, como se dice. De esta manera, el trío siguió contando con la primera voz que siempre había tenido, por quince años más. 

A propósito de lo anterior, fueron muy pocas las veces que los Romanceros dejaron de trabajar por problemas de salud. Las gripas normales las que nos dan a todos los mortales, las sobrellevaban sin incapacitarse. Siempre estaban en El Escorial, esperando a sus clientes, lloviera, tronara o estornudara. Más de una vez Jorge Valle padeció el virus de la hepatitis. Sin embargo, la debilidad no le impidió estar con sus compañeros ilusionando con sus canciones a las noviecitas de Medellín. Cuando sí no pudo la buena voluntad vencer a la enfermedad, fue en aquella ocasión en que una epidemia de paperas se desató en buena parte de la ciudad. En la década de los cincuentas era muy común que vinieran olas de gripa asiática o de poliomielitis, o de tos ferina, o de sarampión, o aun viruela. En el año de 1955 las paperas contagiaron a toda la casa de Alberto González, que más que una casa terminó convertida en un hospital. Durante cinco días dejaron de trabajar los Romanceros porque, cantar teniendo paperas, sí debe ser muy difícil. Finalmente una tarde, cuando apenas empezaba la convalecencia, Alberto se afeitó, se arregló, y salió. Debía cumplir con el compromiso que el trío tenía en una emisora de la ciudad.

En otra ocasión fue Tulio Parra quien sufrió una caída desde un techo que estaba reparando. Se fracturó varias costillas, y quedó bastante maltratado. Con todo el tórax vendado y fajado, siguió trabajando con  el trío, hasta que varios meses después desparecieron todas sus molestias.

Una noche cuando el trío tenía que animar una elegante celebración en la casa de uno de sus clientes, ocurrió un accidente de esos que, por las llamadas leyes de Murphy, sólo pueden ocurrir en el instante menos indicado: “Si algo va a fallar, lo hará en el momento más inoportuno”. Alberto González ya tenía todo bien dispuesto para la presentación. El traje del uniforme azul oscuro  había sido bien lavado y planchadito en la Lavandería Suprema.  Los zapatos relucían, y los blanquísimos puños de la camisa servían de fondo para las más sobrias y elegantes de las mancornas  que  Alberto poseía. El pelo lucía onduladito y brillante con su “Gomina Glostora””  y hasta las  mismas uñas, recortaditas y esmaltadas,  hablaban de la elegancia de su dueño.

Todo muy lindo hasta que en la comida del anochecer, uno de los dientes incisivos superiores, es decir, de aquellos que más se ven cuando uno habla o canta, resolvió abandonar la boca de Alberto, y fracturado cayó partido en varios pedacitos. Pocas cosas son más chocantes que ver a alguien elegantemente vestido,  exhibiendo uno o más agujeros en su vistosa dentadura. Tenía que hacerse  algo de prisa. Ya no había tiempo de ir a donde un odontólogo, y además en esa época no existían las hoy llamadas pomposamente “Urgencias Odontológicas Nocturnas”. Por fortuna, en ese entonces no se vendían arepas en paquetes, sino que cada familia compraba el maíz, lo cocinaba, lo molía, y asaba sus propias arepas. Inteligentemente a alguien en la familia se le ocurrió ir a la cocina, y buscar entre los granitos de maíz blanco, uno que fuera parecido al diente desertor. Unos parecían piedritas, otros, muelas y unos pocos tenían apariencia de diente. De estos últimos salió el salvador. Una vez hallado el sustituto, faltaba pegarlo. Ni silicona, ni pega-loca se había inventado todavía. Pero sí había chicle. Con un poco de chicle, ligeramente usado, el diente vegetal podía sostenerse en su sitio, por lo menos a ratitos, y así tapar, disimulada y transitoriamente, el inoportuno portillo. Además la mano colocada al frente de la boca, como hacen los intelectuales cuando quieren dar la apariencia de que  están pensando concienzudamente  lo que  van a decir a continuación, pudo ayudar a Alberto a pasar esa noche sin que se dieran cuenta de la teclita blanca que faltaba en su dentadura.


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