Una muy triste alegría.
En
esta ocasión no se trata de una presentación que hizo el trío, sino de una a la
que ellos asistieron. En el año 1947 llegó a Medellín un circo pobre que se
instaló en una de las mangas que todavía en esos años existían sobre la calle
Colombia, unas cuantas cuadras más abajo de la carrera Carabobo, y antes de
llegar al puente sobre el río Medellín. De este circo hacía parte Milton Peláez,
un ecuatoriano que era el maestro de ceremonias, y además hacía una presentación
tocando el banjo.
El banjo es un instrumento de origen africano,
que se volvió muy popular en los Estados Unidos y en algunos países europeos.
Es aparentemente una especie de guitarrita. Pero la gran diferencia es que su
caja de resonancia es completamente circular y la parte superior de ésta es de puro cuero. Es decir, esa caja es
prácticamente un tamborcito. Tiene entre cinco y siete cuerdas y produce un
sonido característico, muy diferente al de la guitarra o al de otros
instrumentos semejantes.
El
señor Peláez se encontró en Medellín con su paisano Jorge Valle, y lo invitó a
que asistiera junto con los otros dos integrantes del conjunto a una función
del circo. Cuando llegó el momento de la actuación de un cierto payaso del
elenco, desde la arena, Peláez que también hacía de presentador, le hacía seña
a Los Romanceros para que aplaudieran con mucho entusiasmo al payaso que en ese
momento estaba haciendo sus gracias. Así
lo hicieron ellos, y aplaudieron más de lo normal las bufonadas que estaban
viendo.
Cuando
la función terminó, el banjista les explicó a Los Romanceros por qué era que
les había pedido aplausos tan efusivos para el payaso. Hacía una semana habían
enterrado en Puerto Berrío a su esposa, y él quedó solo a cargo de cuatro
pequeños hijos. Después los llevó a ver las camitas donde estaban recostados
los niños. El payaso tenía que seguir trabajando haciendo reír a los
asistentes, a pesar del inmenso dolor que soportaban él y sus cuatro huérfanos.
Como
recuerdo de esa triste función Alberto González salió con uno de los banjos que
poseía el señor Peláez. Se lo compró para regalárselo a su niño mayor
Albertico, que sólo tenía dos años. Una semana después el banjo no existía; el
niño “lo volvió pedazos”, contó Alberto.
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