sábado, 22 de febrero de 2014

CARLOS J. ECHAVARRIA

Carlos J Echavarría fue el símbolo del empresario antioqueño emprendedor  de  mediados del siglo XX. Era nieto de Alejandro Echavarría quien en 1907 había fundado la empresa Coltejer, y en 1916 el mayor hospital del Departamento, como lo es el San Vicente de Paúl. Desde 1940 hasta 1961 Carlos J. Echavarría fue presidente de Coltejer, la principal y más grande empresa de Antioquia, y una de las más importantes del país.

Era Don Carlos J. de estatura regular, un poco robusto, de entradas algo prominentes en su cabellera y en lo personal, muy metódico y disciplinado. En las reuniones y fiestas en el club Campestre permanecía siempre con un vaso de licor en la mano, pero en toda la noche no se tomaba más de dos o tres whiskys. Nunca se le vio descompuesto o ebrio. Ya desde mediados de los años cuarentas Los Romanceros era el trío de  su confianza. Cuando en 1948 el Presidente de la República Mariano Ospina Pérez vino a Medellín, luego de los eventos trágicos del 9 de abril de ese mismo año, asistió a una reunión que se celebró en la residencia de Carlos J. situada en el Parque de Bolívar. En esta edificación queda hoy la hermosa sede de la Casa de Funerales La Piedad. Ante la inquietud manifestada por el presidente Ospina sobre las condiciones de seguridad de la casa, y de la calidad de las personas que asistirían al evento, el anfitrión le explicó que todo estaba muy controlado, y sobre el trío le dijo: “Los Romanceros, son mis músicos”.

Carlos J. Echavarría era muy antioqueño en su lenguaje. En las reuniones le pedía con frecuencia al trío que le interpretaran el tango-bolero titulado “Pecado”, y lo hacía diciéndoles así: “Muchachos, pecao “, al tiempo que levantaba un poco la mano derecha, donde llevaba su vaso de whisky.  Esta canción empieza así:

«Yo no sé si este amor es pecado, / si tiene castigo. / Si es faltar a las leyes honradas del hombre y de Dios, / Es más fuerte que yo,... / que mi vida, mi credo y mi sino, / es más fuerte que el miedo a la muerte / y el temor de Dios. / Aunque sea pecado te quiero, / te quiero lo mismo.»

En ocasiones Los Romanceros permanecían en el club Campestre muchas horas. Terminaban algunas veces a las cinco o seis de la mañana después de haber estado cantando desde las ocho o nueve de la noche. Más de una vez cuando apenas acababan de llegar a sus casas, llamaba “El colorao”, que era el empleado del club encargado de localizarlos, para pedirles que regresaran, que algunos clientes querían quedarse más tiempo allí y los requerían a ellos. A veces se daban un baño a la carrera y volvían al club a las ocho de la mañana. Otras, debido al  cansancio extremo, no eran capaces de regresar; dormían todo el día.

María Elena Echavarría Duarte, la única hija de Carlos J., era novia de Francisco Robles Echavarría, quien con el tiempo llegó a ser un gran publicista en el país. A él lo llamaban cariñosamente Pacho Robles, pero él pedía, casi exigía, que le dijeran “Pachito”. Pachito, llamémosle así por gentileza,  contrató una noche al trío para llevarle una serenata a su amada. La familia Echavarría pasaba esos días en su finca “Los naranjos” en El Poblado. Luego de interpretar las primeras canciones se abrió la puerta de la casa, y entraron Pachito y los músicos. Don Carlos J. con una bata de dormir muy bien puesta, saludó a los componentes del trío con un grave pero amable, “Buenos días muchachos”, y luego señalando a su futuro yerno, agregó entre lastimero y satisfecho,  “Este hombre no nos deja dormir”. A continuación les ofreció a cada uno de los presentes un whiskicito.  Esa no fue la única serenata que le llevó Francisco Robles a su novia con Los Romanceros. Varios años después, Doña María Elena Echavarría de Robles decía que le debía su matrimonio al trío, porque su novio la enamoró  “a punta de Romanceros”.

Cierto día del año 1947 llamó “El colorao” a Los Romanceros avisándoles que a las 11:30 de la mañana debían estar en la casa de Don Carlos J. en el Parque de Bolívar, para  que animaran un almuerzo que el empresario iba a ofrecer a varios de sus amigos. Todo estaba muy bien dispuesto, manteles blancos relucientes, meseros enguantados, y demás.

Luego de una tanda de canciones el trío se tomó un descanso. Alberto González aprovechó para acercarse a un canario enjaulado que había en el patio principal. Empezó a silbarle, y el pajarito a contestarle. Así estuvo él un buen rato, absorto cantando a dueto con el ave. Se acercó a la jaula el joven Carlos Alberto Echavarría, uno de los hijos de Carlos J., y al ver esa escena empezó a conversar con Alberto sobre el canto de los pájaros, y de paso elogió no sólo el canto del canarito alemán que le habían traído de regalo, sino también el silbar de Alberto. Este le dijo que desde niño en Barranquilla había aprendido a silbar como pájaro, por haber vivido en un ambiente campestre. En efecto, Alberto tenía muy buenas habilidades de silbador. En la canción titulada “Tierra antioqueña”, que grabó el trío a mediados de los años cincuentas, se escucha claramente la buena imitación que hacía del canto de los pájaros.

El joven Echavarría le pidió a Alberto que volviera al día siguiente porque quería mostrarle algo. Así lo hizo el cantante, y se sorprendió porque el muchacho le tenía de regalo una cría del canario alemán, con su jaula y su huesito de calcio. Alberto vivía con su familia y con la de Jorge Valle, en una pensión en la calle Maturín en el centro de la ciudad. Hasta allí llevó Alberto el regalo que había recibido, les presentó a todos, el nuevo miembro de la familia, y muy orgulloso colgó la jaulita de una de las ventanas de la pensión. Después de cincuenta y siete años, ese pajarito todavía vive, pero ya  no más enjaulado. Alberto, aún recuerda e imita exactamente su lindo cantar.

En  algunas ocasiones a Los Romanceros le tocaba trabajar durante las fiestas decembrinas. Unas veces  lo hacían donde Carlos J. Echavarría, y  otras en el club Campestre. Allí se quedaban hasta tarde en la noche, y llegaban a sus casas cuando ya había transcurrido, o estaba por terminar, la celebración familiar.  En cierto sentido, la ausencia en esa importante fecha se compensaba cuando al día siguiente, ya pasada la fiesta, en la familia de los músicos, en medio de la sorpresa general, se desempacaban y  elevaban unos grandes y  hermosos globos de papel de seda. Los niños se entretenían jugando en silencio, porque el que había trasnochado aún dormía, con un lindo invento que no conocían: tiraban, enrollaban de nuevo y volvían a tirar, esas  finas y coloridas cintitas de papel que habían quedado de la celebración en el elegante club, y hasta se probaba alguna caja de la exquisita comida que se sirvió la noche anterior en aquella lejana fiesta. Todos esos regalos los traían de los festejos para disfrutarlos, aunque algo tardíamente, con  sus familias.

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