Jesús
Mora fue un típico comerciante antioqueño, de esos que sin ningún problema
abandonan su tierra buscando otros lugares donde puedan hacer buenos negocios.
Don Jesús, así lo llamaba todo el mundo, viajó muy joven a Barranquilla y allí,
vendiendo todo tipo de artículos de cacharrería, se hizo a un importante
capital. Contrajo matrimonio con una dama barranquillera, y luego de vivir allí
durante bastantes años, regresó a Medellín. Don Jesús Mora y sus hijos formaban en la década de los cincuentas
una familia muy emprendedora. Habían fundado en 1951 la firma Landers-Mora que,
entre otras cosas, fabricaba las célebres ollas a presión de esa marca, y las
máquinas de moler, o molino manual, utilizado especialmente para moler el maíz
con que se hacían las arepas en los hogares antioqueños. También eran dueños
los Moras de varios almacenes de electrodomésticos llamados Casa Mora y además,
tenían la distribución en Medellín de varias prestigiosas marcas de automóviles
a través de la firma Mora Hermanos.
Alfonso
Mora de la Hoz, realizó un viaje a Europa en 1951. Llegó muy animado, con una
canción francesa que estaba causando furor en el viejo continente. Se trataba
de “La vie en rose”, esto es, “La vida en rosa”. La creadora de la letra
era Edith Piaf, pero la música era tan
especial, tan pegajosa, tan típicamente francesa, que desde esos años se asocia
casi inconscientemente la vida bohemia
parisina con esa melodía. Esa pieza dio la vuelta al mundo. Es de los éxitos
internacionales más grandes en toda la historia de la música popular. Don
Alfonso Mora le entregó el disco a los Romanceros, para que ellos lo adaptaran
y se lo tocaran a él en las reuniones que acostumbraba hacer. Jorge Valle, en
una radiolita ponía una y otra vez aquel disco, transcribiendo la música al
pentagrama. El mismo Alfonso Mora logró que alguien hiciera la traducción de la
letra al castellano.
En
todas las reuniones en clubes y fincas, siempre les pedían esa canción. Como
muchos no sabían el nombre verdadero de la pieza, la llamaban “La canción que
le trajo Alfonso a Los Romanceros”.
Don
Alfredo Mora de la Hoz, el mono como familiarmente se le conocía, contrató a
finales de los años cincuentas a Los Romanceros, para que le animaran una
reunión íntima que iba a celebrar con una amiga, una cantante argentina de nombre Mary. Sucedió que,
coincidencialmente para el mismo día y a la misma hora, Don Jesús Mora, padre
de Alfredo, tenía un evento de mucha importancia con los altos empleados de su
empresa y quería que el trío estuviera presente. En ese dilema, el conjunto
cedió a los deseos y razones de Don Jesús, a pesar de que le habían dado la
palabra primero a su hijo Alfredo. El asunto es que, ante el incumplimiento de
Los Romanceros, Alfredo Mora montó en cólera, y a pesar del buen trato que
siempre había dispensado a Alberto González, empezó a insultarlo y a
amenazarlo. Llegó hasta el punto de quitarse la chaqueta para irse a los golpes
con él. Toda esa indignación se debía a que su amiga y él habían permanecido
toda la noche esperando la llegada de los músicos. Alberto lo único que pudo
hacer fue reconocer la falta en que habían incurrido, dándole la razón en todo
al señor Mora de la Hoz. Poco tiempo después toda la situación se normalizó y
Alfredo Mora volvió a ser esa buena persona que siempre había sido con los
integrantes del conjunto. Por allá en 1961 Alberto necesitó pagar una cirugía
de las amígdalas que le hicieron a su esposa Silvia. Como en ese momento no
tenía dinero, Alfredo Mora se lo prestó. Cuando varios días después Alberto fue
a pagarle la deuda, el señor Mora le
dijo que eso no había sido un préstamo, sino un regalo para la salud de Silvia.
Alfredo
Mora tocaba muy bien las maracas tanto que Alberto González dice que sin ninguna duda,
“el mono” las tocaba mucho mejor que él mismo. En una ocasión, Alberto le
regaló a Alfredo uno de sus pares de maracas.
Eran de cuero, todas blancas y con un rico y lleno sonido.
Desde
que Jorge Valle y Alberto González llegaron a Medellín, escuchaban de parte
de sus clientes muchas historias sobre
los sitios a los que acostumbraban ir a disfrutar un rato, tomándose unos
traguitos rodeados de ciertas compañías femeninas. Los hermanos Mora de la Hoz,
contribuían a aumentar esa curiosidad con las anécdotas que frecuentemente les
narraban. Hoy en día hablar de Lovaina, por ejemplo, es sinónimo de
drogadicción, enfermedades, degradación humana, y prostitución de toda clase. A
mediados del siglo pasado, la situación allí era muy diferente. Aunque nunca,
en ninguna parte del mundo, ha dejado de ofrecerse o exhibirse el cuerpo a cambio
de dinero, en ese entonces, cuentan los que vivieron esa época, ir a un sitio
como Lovaina, era algo más seguro y hasta diríamos, más distinguido. Allí
acudían profesionales y hombres de cierta clase social a tomarse unos tragos
costosos y pasar un rato acompañados de amigos y de señoras dedicadas a ese
oficio.
Marta
Pintuco, Ana Molina, La Rumbos eran algunas de las orgullosas propietarias de
esos sitios. Eran tan renombrados aquellos ambientes en el Medellín de esos
años, que el mismo Fernando Botero tiene
un maravilloso cuadro llamado “La casa de Marta Pintuco”.
Aguijoneados
por las historias de sus clientes, Alberto y Jorge fueron cierta noche a la
casa de Ana Molina en Lovaina. Jorge Valle siempre se caracterizó por su
buen genio, su tranquilidad y maneras educadas. Estando allí tomándose unos
tragos, empezó a rondarlos un homosexual, que se llamaba a sí mismo Albertina.
Le conversaba especialmente a Jorge, y con mucha maña se le acercaba cada vez
más, allí en la mesa a la que estaban sentados. Pensaba Albertina, que la
amabilidad de Jorge se debía a que tenía una preferencia especial con ella,
perdón, con él. Hubo un momento en que
literalmente se le arrojó con el fin de abrazarlo. Y hasta aquí llegó la
historia, porque corriendo como nunca lo había hecho en su vida, Jorge Valle
salió como bala de cañón, y detrás de él Albertina gritándole una y otra vez,
que lo quería mucho, que no lo abandonara. El romancero no dejó de correr hasta
que mirando para atrás, dejó de distinguir ya a su empecinado admirador.
Alberto, más tranquilamente, también salió corriendo detrás de Jorge, y cuando
finalmente ambos se reencontraron, Jorge en medio de su sorpresa no dejaba de proferir insultos a Albertina,
por las intenciones que
había mostrado.