viernes, 27 de junio de 2014

LOS HERMANOS MORA DE LA HOZ

Jesús Mora fue un típico comerciante antioqueño, de esos que sin ningún problema abandonan su tierra buscando otros lugares donde puedan hacer buenos negocios. Don Jesús, así lo llamaba todo el mundo, viajó muy joven a Barranquilla y allí, vendiendo todo tipo de artículos de cacharrería, se hizo a un importante capital. Contrajo matrimonio con una dama barranquillera, y luego de vivir allí durante bastantes años, regresó a Medellín. Don Jesús Mora y sus  hijos formaban en la década de los cincuentas una familia muy emprendedora. Habían fundado en 1951 la firma Landers-Mora que, entre otras cosas, fabricaba las célebres ollas a presión de esa marca, y las máquinas de moler, o molino manual, utilizado especialmente para moler el maíz con que se hacían las arepas en los hogares antioqueños. También eran dueños los Moras de varios almacenes de electrodomésticos llamados Casa Mora y además, tenían la distribución en Medellín de varias prestigiosas marcas de automóviles a través de la firma Mora Hermanos.

Alfonso Mora de la Hoz, realizó un viaje a Europa en 1951. Llegó muy animado, con una canción francesa que estaba causando furor en el viejo continente. Se trataba de “La vie en rose”, esto es, “La vida en rosa”. La creadora de la letra era  Edith Piaf, pero la música era tan especial, tan pegajosa, tan típicamente francesa, que desde esos años se asocia casi inconscientemente  la vida bohemia parisina con esa melodía. Esa pieza dio la vuelta al mundo. Es de los éxitos internacionales más grandes en toda la historia de la música popular. Don Alfonso Mora le entregó el disco a los Romanceros, para que ellos lo adaptaran y se lo tocaran a él en las reuniones que acostumbraba hacer. Jorge Valle, en una radiolita ponía una y otra vez aquel disco, transcribiendo la música al pentagrama. El mismo Alfonso Mora logró que alguien hiciera la traducción de la letra al castellano.
En todas las reuniones en clubes y fincas, siempre les pedían esa canción. Como muchos no sabían el nombre verdadero de la pieza, la llamaban “La canción que le trajo Alfonso a Los Romanceros”.

Don Alfredo Mora de la Hoz, el mono como familiarmente se le conocía, contrató a finales de los años cincuentas a Los Romanceros, para que le animaran una reunión íntima que iba a celebrar con una amiga, una cantante argentina  de nombre Mary. Sucedió que, coincidencialmente para el mismo día y a la misma hora, Don Jesús Mora, padre de Alfredo, tenía un evento de mucha importancia con los altos empleados de su empresa y quería que el trío estuviera presente. En ese dilema, el conjunto cedió a los deseos y razones de Don Jesús, a pesar de que le habían dado la palabra primero a su hijo Alfredo. El asunto es que, ante el incumplimiento de Los Romanceros, Alfredo Mora montó en cólera, y a pesar del buen trato que siempre había dispensado a Alberto González, empezó a insultarlo y a amenazarlo. Llegó hasta el punto de quitarse la chaqueta para irse a los golpes con él. Toda esa indignación se debía a que su amiga y él habían permanecido toda la noche esperando la llegada de los músicos. Alberto lo único que pudo hacer fue reconocer la falta en que habían incurrido, dándole la razón en todo al señor Mora de la Hoz. Poco tiempo después toda la situación se normalizó y Alfredo Mora volvió a ser esa buena persona que siempre había sido con los integrantes del conjunto. Por allá en 1961 Alberto necesitó pagar una cirugía de las amígdalas que le hicieron a su esposa Silvia. Como en ese momento no tenía dinero, Alfredo Mora se lo prestó. Cuando varios días después Alberto fue a pagarle la deuda, el señor Mora  le dijo que eso no había sido un préstamo, sino un regalo para la salud de Silvia.

Alfredo Mora tocaba muy bien las maracas tanto que  Alberto González dice que sin ninguna duda, “el mono” las tocaba mucho mejor que él mismo. En una ocasión, Alberto le regaló a Alfredo uno de sus pares de maracas.  Eran de cuero, todas blancas y con un rico y lleno sonido.

Desde que Jorge Valle y Alberto González llegaron a Medellín, escuchaban de parte de  sus clientes muchas historias sobre los sitios a los que acostumbraban ir a disfrutar un rato, tomándose unos traguitos rodeados de ciertas compañías femeninas. Los hermanos Mora de la Hoz, contribuían a aumentar esa curiosidad con las anécdotas que frecuentemente les narraban. Hoy en día hablar de Lovaina, por ejemplo, es sinónimo de drogadicción, enfermedades, degradación humana, y prostitución de toda clase. A mediados del siglo pasado, la situación allí era muy diferente. Aunque nunca, en ninguna parte del mundo, ha dejado de ofrecerse o exhibirse el cuerpo a cambio de dinero, en ese entonces, cuentan los que vivieron esa época, ir a un sitio como Lovaina, era algo más seguro y hasta diríamos, más distinguido. Allí acudían profesionales y hombres de cierta clase social a tomarse unos tragos costosos y pasar un rato acompañados de amigos y de señoras dedicadas a ese oficio.

Marta Pintuco, Ana Molina, La Rumbos eran algunas de las orgullosas propietarias de esos sitios. Eran tan renombrados aquellos ambientes en el Medellín de esos años, que el mismo Fernando Botero  tiene un maravilloso cuadro llamado “La casa de Marta Pintuco”.


Aguijoneados por las historias de sus clientes, Alberto y Jorge fueron cierta noche a la casa   de Ana Molina en Lovaina.  Jorge Valle siempre se caracterizó por su buen genio, su tranquilidad y maneras educadas. Estando allí tomándose unos tragos, empezó a rondarlos un homosexual, que se llamaba a sí mismo Albertina. Le conversaba especialmente a Jorge, y con mucha maña se le acercaba cada vez más, allí en la mesa a la que estaban sentados. Pensaba Albertina, que la amabilidad de Jorge se debía a que tenía una preferencia especial con ella, perdón, con  él. Hubo un momento en que literalmente se le arrojó con el fin de abrazarlo. Y hasta aquí llegó la historia, porque corriendo como nunca lo había hecho en su vida, Jorge Valle salió como bala de cañón, y detrás de él Albertina gritándole una y otra vez, que lo quería mucho, que no lo abandonara. El romancero no dejó de correr hasta que mirando para atrás, dejó de distinguir ya a su empecinado admirador. Alberto, más tranquilamente, también salió corriendo detrás de Jorge, y cuando finalmente ambos se reencontraron, Jorge en medio de su sorpresa  no dejaba de proferir insultos a Albertina, por las  intenciones que había mostrado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario