domingo, 3 de octubre de 2010

Josephine Baker

Josephine Baker fue un verdadero prodigio en la Europa de los años veintes, treintas y cuarentas del siglo XX. Aunque también era cantante y actriz, su principal arte fue el baile. Pero no el baile clásico, ni el ballet; sino el negro, el exótico, el de cabarets y salones de diversión. Un fenómeno como ella no se había presentado antes en el mundo occidental. Basta decir que fue la primera mujer negra que se convirtió en una estrella internacional del espectáculo.
Nació Josephine en los Estados Unidos en el año de 1906. Los ancestros de su madre eran  indígenas de los Apalaches y  esclavos negros de Carolina del sur. Talvez debido a ello, tenía una fisonomía sumamente peculiar. Su cabeza muy ovalada semejaba  una escultura antigua; en su cuerpo plenamente esbelto resaltaban  sus alargadas piernas. Como escribió alguna vez la revista “Dance Magazine”,  su “geometría” era perfecta para un entusiasta del cubismo o del Arte Deco.

La infancia de Josephine estuvo llena de dificultades afectivas y económicas. Su padre abandonó muy pronto la familia, por lo que su madre se dedicó a lavar ropa, mientras la niña y sus hermanitos permanecían en una habitación remendada con cartón y plástico. A los quince años se vincula como corista-bailarina en una muy exitosa comedia musical que se presentó durante todo un año en los sectores negros de Nueva York. Allí atrajo la atención del público  por su gallarda figura y sus largas piernas, así como por las improvisaciones tan cómicas que realizaba, al representar con gran destreza a una corista, que situada en la última fila del coro, era demasiado tonta para recordar las palabras que debía cantar, y demasiado descoordinada para mantenerse al paso de sus compañeras.
En 1925, Josephine Baker decide aceptar la oferta de irse a trabajar a París con una compañía de variedades dedicada a presentar música y bailes negros. En Francia cambia completa e inesperadamente la vida de la futura estrella. Decide presentar un baile en donde actuaba con muy poca vestimenta, con una pequeña falda formada de bananos. Inmediatamente esto es visto por el público parisino, como un espectáculo emocionante, en donde la exótica belleza negra se exhibe tal como es, contrastando con ese ambiente europeo tan refinado. Ese fue tal vez el gran acierto en ese período de su vida. Se le empezó a invitar a muchos  círculos de la capital francesa; todos los ojos estaban puestos sobre ella. Grandes artistas e intelectuales, principalmente de izquierda, se le fueron acercando. Posó para los fotógrafos y pintores más renombrados de la Europa de esos años. Pablo Picasso, la describió así: “Esbelta, piel café, ojos de ébano, piernas del paraíso, y una sonrisa para acabar con todas las sonrisas”. Ernest Hemingway, el gran escritor estadounidense,  pensaba que ella era “la mujer más hermosa que existía, que había existido y que existirá”. Otros intelectuales con los que compartió en esos primeros años fueron el escritor italiano Luigi Pirandello, el arquitecto Le Corbusier, el escritor francés Jean Cocteau, el pintor y   grabador francés Georges Roualt, y otros más.
Un crítico francés escribió alguna vez sobre la actuación que había presenciado de la bailarina de la falda de bananos: “¿Es un hombre?, ¿Es una mujer? Sus labios llevan pintura negra, su piel es color banano, su cabello, ya corto de por sí, está pegado a su cabeza, como si fuera hecho de caviar, su voz tiene un tono muy alto, ella se sacude continuamente y se mueve como una serpiente; el sonido de la orquesta parece que saliera de ella.”
A manera de anécdota, cuando el escritor- filósofo antioqueño Fernando González estuvo de cónsul en Génova, acudió con su esposa Margarita a una presentación de Josephine Baker. En una carta que en marzo de 1932 le envió a su suegro, el ex -presidente colombiano Carlos E. Restrepo, le comenta así su experiencia: “Anoche fuimos a ver a Josefina Baker. Una negra con nalgas poderosas; el que tuviera el cerebro tan desarrollado, como tiene las nalgas esta negra… A mí no me gustó, pero Margarita si quedó descrestada”. Tal parece que a Fernando González sólo le impactaron las “nalgas poderosas” de la bailarina. Como se verá un poco más adelante, Josephine era mucho más que únicamente su cuerpo.
Cuando se inició la segunda guerra mundial, se fue produciendo un cambio dramático en la vida de Josephine Baker. Al invadir a Bélgica el ejército nazi, la bailarina decidió enrolarse como enfermera de refugiados en la Cruz Roja, y luego cuando Hitler invadió a la misma Francia, Josephine se alistó en la llamada Resistencia Francesa, un movimiento clandestino para luchar contra las fuerzas de ocupación alemanas. Estaba encargada de transmitir información militar a un capitán francés, escondiéndola bajo sus ropas. Ella aprovechaba que, como era un  personaje del mundo musical, los alemanes le permitían desplazarse con relativa facilidad.


En octubre de 1940 empieza una complicada temporada de viajes desde Londres, hasta Pau en el sur de Francia, y de allí  a España y Portugal, y finalmente a Sur América, llegando a Rio de Janeiro a finales del mes de noviembre. En diciembre de ese año está de regreso en Marsella- Francia en donde actúa  en una opereta, La Cróle de Offenbach, talvez la única que cantó en su vida.
En los dos últimos años de la guerra, se dedicó, por medio de sus presentaciones, a animar  las tropas aliadas en el Norte de Africa y en el Medio Este; ya pertenecía  como auxiliar a las fuerzas de Francia Libre. Al terminar las hostilidades el presidente del país, Charles de Gaulle, le concedió las distinciones de La Cruz de Guerra y La Legión de Honor por los servicios prestados a la república francesa.

En 1951 hace un viaje a los Estados Unidos. Al negársele atención, debido al color de su piel, en el  exclusivo  Stork Club de Nueva York empieza otro período de luchas; esta vez contra la discriminación racial en su país natal. Recordó Josephine a raíz de este incidente que tuvo en el lujoso club, cómo una vez a principios de los años treintas, mientras comía en un elegante restaurante parisino, una dama norteamericana que también estaba allí, llamó al jefe de meseros para exigirle, que “saque esa negra de  aquí; en mi país ella debería estar en la cocina”. No sabía la señora racista, que en Europa, la situación era completamente diferente a la de su país.
Josephine se dedica entonces a combatir el racismo en los Estados Unidos. Hace denuncias y emprende acciones de resistencia pasiva, contra la segregación o separación de negros y blancos. Por este motivo es acusada de comunista, y la CIA, central de inteligencia de ese país, abre un expediente para investigarla. En una declaración que hace en 1952, dice que “Los Estados Unidos no son un país libre. Tratan a los negros como si fueran perros”. En 1963, participa como oradora en la famosa Marcha de Washington al lado de Martin Luther King. Al año siguiente, invitada por su amigo Fidel Castro, viaja a La Habana en donde además de realizar varias presentaciones, graba uno de sus últimos discos, con varias canciones en español.

Desde el año 1954 hasta 1965, Josephine adoptó doce niños y niñas de diferentes razas y nacionalidades. Su objetivo era mostrar que realmente es posible la convivencia en paz de todas las razas y culturas por diferentes que ellas sean. En 1969 los recursos económicos de la bailarina se estaban extinguiendo, y parecía ya imposible seguir sosteniendo una familia tan numerosa. Por fortuna la ayuda económica de la Princesa Grace de Mónaco, le permitió  continuar reunida con todos sus hijos adoptivos.

Describiéndose a sí misma Josephine Baker, dijo al final de sus días: “Realmente yo nunca he sido una gran artista. He sido un ser humano que ha amado el arte, que no es lo mismo. Pero tanto he amado y creído en el arte y en la idea de la hermandad universal, que he puesto todo lo que tengo en ello, y he sido bendecida.”
Finalmente, dijo que nunca se sintió amedrentada por nadie.”No me ha intimidado nadie. Cada uno tiene dos brazos, dos piernas, un estómago y una cabeza. Piense en eso.”
Después de esta corta excursión por fuera de Colombia, regresemos apuradamente a la Barranquilla de 1940. En una ocasión a finales de ese año, Rafael Roncallo invitó a Carlos Andrade y Alberto González a un evento muy especial, y muy costoso. Se trataba de tomarse unos “traguitos” en un cabaret en donde  iba a presentarse una bailarina muy famosa internacionalmente, de nombre Josefina. En todo el mundo se le conocía como Josephine Baker. Esta bailarina  venía del sur del continente, estaba de paso por Barranquilla, y  tenía que viajar muy pronto a Francia en donde estaba comprometida para actuar en Marsella en una opereta de Offenbach. Alberto en ese año era todavía muy joven; acababa de cumplir los dieciocho años de edad. Al principio ni siquiera se  permitió que le sirvieran licor, pero la influencia de Roncallo, que era todo un personaje en la ciudad, logró que le llevaran un “wiskicito”. Josephine iba a actuar sólo en una canción; el resto de la noche, la rellenaban con otros músicos. El show grande era obviamente la presentación de la estrella internacional. Cuando salió la bailarina al escenario sonaron atronadores aplausos y gritos de saludo.



Empezó la orquesta a tocar cierta canción antillana, una especie de rumba cubana y Josephine en toda su plenitud, empezó a mecerse, llevando maravillosamente el ritmo de la rumba que se entonaba. Todos los ojos estaban fijos en ese “cuerpo como de palmera”. En medio de las luces de colores cambiantes del cabaret, la “perla negra” mostraba por qué se le consideraba la mejor bailarina del mundo.

De pronto a Carlos Andrade, se le ocurrió una idea que podía parecer una locura completa y desastrosa. Una idea que podía llevar al más grande de los triunfos, o igualmente al más ruinoso de los fracasos. Como él conocía muy bien a Alberto, mirándolo  de reojo, le hizo señas para que saliera a acompañar a la bailarina. Ahí mismo salió Alberto derecho hacia el escenario; mientras se desplazaba hacia allí, miró brevemente  a Roncallo, tratando de encontrar en la mirada de éste, la aprobación o no, del acto casi sacrílego que iba a realizar. Y al llegar al tablado empezó decididamente  a bailar como acompañante de Josephine. En los primeros instantes él esperaba que fuera a venir alguien de la administración del cabaret a retirarlo de malas maneras por lo que estaba haciendo, o que la misma bailarina interrumpiera su actuación, protestando por la presencia de aquel extraño acompañante. Pero lo más sorprendente ocurrió; se acompasó él tan perfectamente a la danza de Josephine, le tomaba el traje, como se acostumbra en ese tipo de baile, se le mostraba ya por un lado, ya por el otro, y en fin realizaba tan bien todos los movimientos que debía hacer, que la magnífica Josephine aceptó que el jovencito aquel continuara a su lado danzando. El público, valorando plenamente el suceso que había ocurrido, empezó a aplaudir con entusiasmo a los bailarines. Al finalizar la actuación todo fueron ovaciones para la gran Josephine que había consentido una compañía como la del joven barranquillero, y para éste por lo bien que lo había hecho, al lado de ese portento del baile.

Quedó tan satisfecha Josephine con la forma como había resultado su actuación, que le pidió al que manejaba el cabaret, que para la siguiente y última presentación que haría dos días después, le hablaran al joven para que la volviera a acompañar. En la prensa del domingo, que era el día de su despedida, salió un aviso invitando al público a disfrutar el baile de la famosa Josephine Baker, y se mencionaba en él, que iba a estar acompañada del bailarín profesional Johnny Alberto González. El administrador del negocio le agregó el “Jhonny” para que fuera más “artístico” y llamativo el nombre. Ese día regresó entonces Alberto al cabaret, pero esta vez no como cliente, sino como bailarín. Le pusieron un pantalón negro, una faja, a manera de ancho cinturón, de color rojo intenso, y una camisa de banca seda de mangas largas bombachas. Nuevamente el baile salió como la primera vez; el triunfo, una vez más, fue completo.

Sólo al cabo del tiempo, casi sesenta y cinco largos años, Alberto aprecia plenamente las dos presentaciones que hizo con la más famosa bailarina del mundo. En aquel momento lo tomó simplemente como una locura de juventud. Una anécdota más.

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