Carlos
J Echavarría fue el símbolo del empresario antioqueño emprendedor de
mediados del siglo XX. Era nieto de Alejandro Echavarría quien en 1907
había fundado la empresa Coltejer, y en 1916 el mayor hospital del
Departamento, como lo es el San Vicente de Paúl. Desde 1940 hasta 1961 Carlos
J. Echavarría fue presidente de Coltejer, la principal y más grande empresa de
Antioquia, y una de las más importantes del país.
Era
Don Carlos J. de estatura regular, un poco robusto, de entradas algo
prominentes en su cabellera y en lo personal, muy metódico y disciplinado. En
las reuniones y fiestas en el club Campestre permanecía siempre con un vaso de
licor en la mano, pero en toda la noche no se tomaba más de dos o tres whiskys.
Nunca se le vio descompuesto o ebrio. Ya desde mediados de los años cuarentas
Los Romanceros era el trío de su
confianza. Cuando en 1948 el Presidente de la República Mariano Ospina Pérez
vino a Medellín, luego de los eventos trágicos del 9 de abril de ese mismo año,
asistió a una reunión que se celebró en la residencia de Carlos J. situada en
el Parque de Bolívar. En esta edificación queda hoy la hermosa sede de la Casa
de Funerales La Piedad. Ante la inquietud manifestada por el presidente Ospina
sobre las condiciones de seguridad de la casa, y de la calidad de las personas
que asistirían al evento, el anfitrión le explicó que todo estaba muy
controlado, y sobre el trío le dijo: “Los Romanceros, son mis músicos”.
Carlos
J. Echavarría era muy antioqueño en su lenguaje. En las reuniones le pedía con
frecuencia al trío que le interpretaran el tango-bolero titulado “Pecado”, y lo
hacía diciéndoles así: “Muchachos, pecao “, al tiempo que levantaba un poco la
mano derecha, donde llevaba su vaso de whisky.
Esta canción empieza así:
«Yo
no sé si este amor es pecado, / si tiene castigo. / Si es faltar a las leyes
honradas del hombre y de Dios, / Es más fuerte que yo,... / que mi vida, mi
credo y mi sino, / es más fuerte que el miedo a la muerte / y el temor de Dios.
/ Aunque sea pecado te quiero, / te quiero lo mismo.»
En
ocasiones Los Romanceros permanecían en el club Campestre muchas horas.
Terminaban algunas veces a las cinco o seis de la mañana después de haber
estado cantando desde las ocho o nueve de la noche. Más de una vez cuando
apenas acababan de llegar a sus casas, llamaba “El colorao”, que era el
empleado del club encargado de localizarlos, para pedirles que regresaran, que
algunos clientes querían quedarse más tiempo allí y los requerían a ellos. A
veces se daban un baño a la carrera y volvían al club a las ocho de la mañana.
Otras, debido al cansancio extremo, no
eran capaces de regresar; dormían todo el día.
María
Elena Echavarría Duarte, la única hija de Carlos J., era novia de Francisco
Robles Echavarría, quien con el tiempo llegó a ser un gran publicista en el
país. A él lo llamaban cariñosamente Pacho Robles, pero él pedía, casi exigía,
que le dijeran “Pachito”. Pachito, llamémosle así por gentileza, contrató una noche al trío para llevarle una
serenata a su amada. La familia Echavarría pasaba esos días en su finca “Los
naranjos” en El Poblado. Luego de interpretar las primeras canciones se abrió
la puerta de la casa, y entraron Pachito y los músicos. Don Carlos J. con una
bata de dormir muy bien puesta, saludó a los componentes del trío con un grave
pero amable, “Buenos días muchachos”, y luego señalando a su futuro yerno,
agregó entre lastimero y satisfecho,
“Este hombre no nos deja dormir”. A continuación les ofreció a cada uno
de los presentes un whiskicito. Esa no
fue la única serenata que le llevó Francisco Robles a su novia con Los
Romanceros. Varios años después, Doña María Elena Echavarría de Robles decía
que le debía su matrimonio al trío, porque su novio la enamoró “a punta de Romanceros”.
Cierto
día del año 1947 llamó “El colorao” a Los Romanceros avisándoles que a las
11:30 de la mañana debían estar en la casa de Don Carlos J. en el Parque de
Bolívar, para que animaran un almuerzo
que el empresario iba a ofrecer a varios de sus amigos. Todo estaba muy bien
dispuesto, manteles blancos relucientes, meseros enguantados, y demás.
Luego
de una tanda de canciones el trío se tomó un descanso. Alberto González
aprovechó para acercarse a un canario enjaulado que había en el patio
principal. Empezó a silbarle, y el pajarito a contestarle. Así estuvo él un
buen rato, absorto cantando a dueto con el ave. Se acercó a la jaula el joven
Carlos Alberto Echavarría, uno de los hijos de Carlos J., y al ver esa escena empezó
a conversar con Alberto sobre el canto de los pájaros, y de paso elogió no sólo
el canto del canarito alemán que le habían traído de regalo, sino también el
silbar de Alberto. Este le dijo que desde niño en Barranquilla había aprendido
a silbar como pájaro, por haber vivido en un ambiente campestre. En efecto,
Alberto tenía muy buenas habilidades de silbador. En la canción titulada
“Tierra antioqueña”, que grabó el trío a mediados de los años cincuentas, se
escucha claramente la buena imitación que hacía del canto de los pájaros.
El
joven Echavarría le pidió a Alberto que volviera al día siguiente porque quería
mostrarle algo. Así lo hizo el cantante, y se sorprendió porque el muchacho le
tenía de regalo una cría del canario alemán, con su jaula y su huesito de
calcio. Alberto vivía con su familia y con la de Jorge Valle, en una pensión en
la calle Maturín en el centro de la ciudad. Hasta allí llevó Alberto el regalo
que había recibido, les presentó a todos, el nuevo miembro de la familia, y muy
orgulloso colgó la jaulita de una de las ventanas de la pensión. Después de
cincuenta y siete años, ese pajarito todavía vive, pero ya no más enjaulado. Alberto, aún recuerda e
imita exactamente su lindo cantar.
En algunas ocasiones a Los Romanceros le tocaba
trabajar durante las fiestas decembrinas. Unas veces lo hacían donde Carlos J. Echavarría, y otras en el club Campestre. Allí se quedaban
hasta tarde en la noche, y llegaban a sus casas cuando ya había transcurrido, o
estaba por terminar, la celebración familiar.
En cierto sentido, la ausencia en esa importante fecha se compensaba
cuando al día siguiente, ya pasada la fiesta, en la familia de los músicos, en
medio de la sorpresa general, se desempacaban y
elevaban unos grandes y hermosos
globos de papel de seda. Los niños se entretenían jugando en silencio, porque
el que había trasnochado aún dormía, con un lindo invento que no conocían:
tiraban, enrollaban de nuevo y volvían a tirar, esas finas y coloridas cintitas de papel que
habían quedado de la celebración en el elegante club, y hasta se probaba alguna
caja de la exquisita comida que se sirvió la noche anterior en aquella lejana
fiesta. Todos esos regalos los traían de los festejos para disfrutarlos, aunque
algo tardíamente, con sus familias.